informativoaltera2.blogspot.com

sábado, 17 de julio de 2010

No es lo que se dice, sino dónde (Paloma Biglino Campos)

Una vez que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya se ha hecho pública, es posible iniciar un debate más pausado acerca de los razonamientos que conducen al fallo, así como de sus posibles efectos sobre el autogobierno de dicha comunidad autónoma. Vaya por delante que la decisión, aunque deja algunos aspectos en una cierta ambigüedad, resulta clara y de fácil lectura, porque está bien ordenada. Es de agradecer, también, que se haya prescindido de las prolijas referencias a la anterior jurisprudencia (a las que, más que acostumbrados, nos tenía sometidos el Tribunal) y la precisión en muchas de las decisiones. Sobra, eso sí, una cierta retórica en la proclamación de grandes principios que, a la hora de la verdad, no dan demasiado juego para resolver los problemas concretos sometidos a análisis.

Al llevar a cabo generalizaciones se corre el riesgo de caer en simplificaciones. Aun así, y asumiendo dicho coste, podría afirmarse que casi toda la sentencia obedece a una idea central: hay asuntos que pueden regularse, pero el Estatut no es la norma apta para hacerlo.

Esto significa, ante todo, que los pocos preceptos declarados inconstitucionales y los que han sido interpretados conforme a la Constitución no contienen, por lo general, previsiones que contradigan disposiciones materiales de la Norma fundamental. Salvo algunas excepciones, como la referencia a Catalunya como nación (que ha sido privada de eficacia jurídica) y la definición de la lengua catalana como preferente (que ha sido anulada), casi todo el resto de las normas se han considerado contrarias a la Constitución –o reinterpretadas conforme a la misma– no por su contenido, sino por haber sido incluidas en una norma que carece de competencia para ello.

Por eso, lo primero a destacar es que la decisión del Tribunal recorta contadas previsiones del Estatut que se refieren a la organización y funciones atribuidas a los poderes públicos catalanes. Sirva como ejemplo que el Título I (dedicado a los derechos y deberes), el Título II (sobre las instituciones), y la detalladísima lista de competencias (recogida en más de 60 artículos) han experimentado muy pocas variaciones. Es verdad que las decisiones sobre la nación, los derechos históricos o el deber de conocer el catalán han afectado a valores compartidos por la mayoría de los ciudadanos catalanes. Pero no sería justo olvidar que Catalunya conserva prácticamente intactos los nuevos ámbitos de autogobierno que había alcanzado con la aprobación del Estatut.

¿Qué ha hecho, entonces, la sentencia? Básicamente, y también generalizando, asegurar el ámbito de libre configuración de las Cortes Generales y la capacidad de decisión del propio Tribunal Constitucional.

Con respecto al primero de estos contenidos, conviene recordar que algunos preceptos del Estatut regulaban asuntos como la financiación o introducían instituciones como el Consejo de Justicia de Catalunya, amparándose en su naturaleza de ley orgánica y, por lo tanto, estatal. El Tribunal aclara que las leyes orgánicas no son siempre fungibles. Aunque la Constitución no determina expresamente cuál deba ser el contenido posible de los estatutos, establece límites a los mismos. El que ahora interesa subrayar es el derivado de esas leyes orgánicas, como la del Poder Judicial, que tienen una serie de materias reservadas y que, por lo tanto, están vedadas al Estatut. Las decisiones acerca del poder judicial corresponden, pues, al legislador estatal, dentro de los límites y requisitos establecidos en la propia Constitución.

El Tribunal salvaguarda sus propias competencias cuando, por ejemplo, anula las numerosas disposiciones estatutarias que imponían una forma y un contenido a las bases que dicta el Estado, al exigir que tuvieran rango de ley y se limitaran a fijar principios o el mínimo común normativo. El Tribunal no reivindica, pues, la libertad de la entidad central a la hora de elaborar este tipo de legislación, sino que considera que decidir si las bases son principios o normación mínima “no es asunto a dilucidar en un Estatuto, sino sólo en la Constitución, vale decir: en la doctrina de este Tribunal que la interpreta”.

De esta manera, y en otras decisiones acerca de la competencia, el Tribunal se reserva la última palabra para desempeñar el papel que le atribuye el ordenamiento jurídico, esto es, ser el árbitro de las contiendas entre el Estado y las comunidades autónomas. Siempre que existe pluralismo territorial, y por muy perfecta que sea la Norma constitucional y leales quienes ejerzan las competencias, habrá tensiones entre ambas entidades, porque este tipo de conflictos son tan esenciales al sistema como lo es el debate entre la mayoría y la minoría en un sistema democrático, esto es, pluralista.

Precisamente porque hay intereses encontrados entre el Estado central (o Federación) y las comunidades autónomas (o estados miembros, o regiones), se atribuye al Tribunal Constitucional la misión de ser el guardián del pluralismo. Así fue creado el modelo de justicia constitucional concentrado en la Constitución austriaca de 1920 y esta es la idea que sigue el Título IX de nuestra Constitución. No muy distinta, en lo sustancial, de la que inspiran otros modelos de control difuso, como es el norteamericano. Se puede ser crítico con las decisiones del Tribunal Constitucional (es más, la mayor parte de la doctrina disfruta enormemente siéndolo), pero una cosa es disentir de una sentencia y otra es negar que todo partido necesita un árbitro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario