“Radicalismo”, “reforma” y “revolución” son términos que han permanecido unidos mucho tiempo, en un juego constante de afinidades y oposiciones, y todos juntos, conforman sin duda un tema de conversación en cualquier debate político “alternativo” contemporáneo. En su acepción más exacta, el radicalismo consiste en “ir a la raíz de las cosas mismas”. La revolución se identifica con connotaciones “extremas” de la actitud radical e implica no comprometerla nunca: si la reforma supone negociar desde la radicalidad un programa indefinido de microcambios, la revolución deriva esos microcambios de una acción contundente dirigida contra la línea de flotación del sistema, los verdaderos resortes de poder. Más allá de esto, el reformista radical rechaza los riesgos o “daños colaterales” del radicalismo revolucionario, mientras el revolucionario entiende que una reforma “radical” deja de serlo en tanto en cuanto se extiende indefinidamente en el tiempo sin llegar a afectar la integridad del sistema como tal.
Por muchos reformismos superficiales que hayan existido, no toda reforma puede entenderse a priori como no radical y superficial. Tampoco toda revolución puede entenderse como irresponsabilidad militarista y necrófila, por muchos huevos que se hayan roto para hacer las tortillas de la historia. En realidad, son términos que parecen contradictorios en sí mismos, puesto que ni las reformas ni las revoluciones superficiales son realmente tales.
La diferencia entre reformismo y revolución radicales parece más bien táctica que estratégica: porque tiene que ver con los medios más bien que con los fines. La acción política radical depende esencialmente de las condiciones en las que tiene lugar y no de los objetivos. Toma un camino u otro en la realidad histórica, a posteriori, dependiendo de la reacción del entorno. Quizá Gramsci ofrezca la descripción más adecuada del proceso en su caracterización del fascismo, cuando explica que la toma del poder institucional es la culminación de un programa radical que previamente se ha hecho hegemónico y mayoritario. En ese momento tiene lugar la respuesta violenta de las clases dirigentes ya derrotadas en la batalla incruenta de las ideas y del consenso general, de modo que toda actividad violenta revolucionaria consiste esencialmente en un acto de autodefensa ante la reacción en la cual la claudicación o la derrota conducirían inexorablemente al abandono del programa radical.
El radicalismo revolucionario, un tipo de táctica política que corresponde a la aplicación del programa en ciertas condiciones históricas concretas, es algo sustancialmente diferente al revolucionarismo sin objeto y superficial. Me viene a la cabeza aquel eslógan “Guerra, única higiene del mundo”, con el que Marinetti buscaba teorizar su “revolución fascista”, (expresada después en forma filosófica por la teoría del actualismo de Gentile). Y también la novela Hombres y no de Elio Vittorini, que cuenta cómo el partisano Enne 2 arriesga su vida en misiones suicidas durante la ocupación nazi de Milán, empujado a la vez por su “compromiso revolucionario” y la desesperación de un amor imposible por una joven casada con un jerarca fascista. Hay un episodio en el que la pareja se esconde de una redada en la casa de la anciana comunista Selva, quien pregunta a la mujer:
‘Una persona es feliz si tiene a alguien. […] “¡Por Dios!”, dice, “La gente tiene que ser feliz. ¿Qué sentido tendría lo que estamos haciendo si la gente no va a poder ser feliz? Dilo tú, muchacha. ¿Tendría sentido lo que estamos haciendo? Nada en el mundo tendría sentido. ¿Tendrían sentido nuestros periodiquillos clandestinos? ¿Tendrían sentido nuestras conspiraciones? […] !Y los nuestros que han sido asesinados¡ ¿Habrían tenido sentido? No. No. La gente tiene que ser feliz. Todo tiene sentido sólo si la gente es feliz. Dilo tú también, muchacha. ¿Acaso no es así?’
Vittorini examina la relación entre la vida diaria de los personajes y las metanarrativas de emancipación política, denunciando el sufrimiento que causa a la gente común el fanatismo ideológico, desde la radicalidad del comunismo proletario selvático del “ser feliz”.
II
Engels escribe en el Anti-Dühring que “la alteración cuantitativa modifica la cualidad de las cosas de que se trata, con lo que […] la cantidad se muta en cualidad, y a la inversa.” Precisamente, la comprobación empírica de ese cambio cualitativo es lo que valida o no el carácter radical de cualquier política, independientemente de la táctica empleada. Algo así creo que dice también el eurodiputado verde Alain Lipietz en su artículo “El reformismo radical de la ecología política”, cuya traducción ha publicado Paralelo 36, cuando defiende los logros de su negociación parlamentaria (“35 horas, paridad, Pacto Civil de Solidaridad, parada del Superphénix, del canal Rhin-Rhône, etc…”) ante interlocutores de la izquierda “inmovilista”, presentados en su caso de modo algo caricaturesco. En otro lugar del mismo artículo, Lipietz enumera también los puntos fundamentales del programa de “los revolucionarios reales del siglo XX” (el pan para el obrero, la paz para el soldado, la tierra para los campesinos) concediéndoles la radicalidad de su momento. Distingue así entre radicalidad contemporánea y radicalidad histórica pero, en ambos casos, estas conquistas no son algo separado y por encima de los objetivos globales radicales, sino formando con ellas una cosa sola y desplegándose en el tiempo de modo que el discurso verde aparece como heredero contemporáneo del discurso marxista revolucionario del siglo pasado, incluso ante sus propios epígonos: la izquierda testimonial-maximalista-burocrática, el protestariado incapaz de conseguir ningún avance tangible en el aquí y el ahora.
Apesar de sí mismo, lo que parece decir Lipietz es muy marxista: “Aquí está Rodas, salta aquí”, en una especie de crítica del socialismo utópico (y por ese mismo camino quizá podrá extraer para el futuro, una lección práctica de porqué el poder está barriendo ahora sus pequeñas conquistas de un plumazo). La utopía (no lugar), puede entenderse de manera abstracta, como algo separado y ajeno al mundo real, o bien desde una perspectiva objetiva (en tanto incorpora también la variable temporal) y, por tanto, afirma la condición de su posibilidad por medio de la acción histórica consciente. Lipietz se desmarca, sin embargo, de la pervivencia contemporánea y caricaturesca de la “la utopía abstracta” socialista, que relaciona con el “productivismo” industrial, modelo económico extemporáneo que comparte con el capitalismo su objetivo de crecimiento indefinido: el programa productivista del marxismo del siglo XX consistía en generar los bienes necesarios para la satisfacción de las necesidades de las masas proletarias, y el programa ecologista del siglo XXI, la economía decreciente, consiste en desembarazarse de la sociedad del consumo estúpido y ser “naturalmente” uno mismo, algo así como un nuevo estoicismo.
Los revolucionarios del siglo XIX y XX también se batieron para que cada persona tuviese lo indispensable como base para desarrollar su propia humanidad; pero es cierto que las políticas que continúan hoy día reivindicando la acumulación indefinida de bienes materiales en nombre del bienestar de las masas (la socialdemocracia, o centro-izquierda), han invertido su significado y no son más que un subproducto de la sociedad de consumo. Sin embargo, las cuestiones planteadas por la izquierda clásica no pueden perder su validez relativa mientras la humanidad se enfrente a los dilemas radicales del tener y no tener, existir para sí y existir para otro. En realidad, hoy en día el modelo de decrecimiento ecologista no es incompatible con el de cierto crecimiento productivista selvático, para el que “ser feliz” es el resultado radical de la producción humana: ser para sí y no para otro. En los tiempos de Selva consistía en algo así como “el pan para el obrero, la paz para el soldado, la tierra para los campesinos” -como cita Lipietz- que por entonces eran los puntos de partida para una vida libre y feliz. Hoy quizá consista en liberarnos de la pesadez del trabajo, del productivismo acumulativo capitalista, para consagrar nuestra existencia al amor, la amistad, las ciencias y las artes en armonía con nuestro entorno y nuestros semejantes, como adelantó Paul Lafargue en El derecho a la pereza. La izquierda selvática y proletaria combate la falsificación socialdemócrata y stajanovista y busca el productivismo de la felicidad, que cuanto más se gasta, más aumenta, al revés que el dinero.
Y además de nosotros, hay más: en la constelación de movimientos liberadores en acto, incluyendo trabajadores, estudiantes, movimientos indigenistas, mujeres, marginados, desempleados, ecologistas, precarios, intelectuales no conformistas, se percibe desde la radicalidad una identidad de base que, en la práctica, puede expresarse de modos y perspectivas diferentes e igualmente verdaderas. La coincidencia de sus fines radicales es simplemente negativa: el “gran rechazo” a no ser para sí, sino para otro; negarse a pasar por la historia como un simple instrumento. Gran rechazo que potencialmente puede confluir en un programa, en objetivos concretos y compartidos, sin que sea necesario ni recomendable que cualquiera de estos grupos imponga la superioridad administrativa de su discurso sobre el resto: “la cooperación de muchos, la fusión de muchas fuerzas en una fuerza total, engendra, para decirlo con las palabras de Marx, una ‘nueva potencia de fuerza’ esencialmente diversa de la suma de sus fuerzas individuales”. (Engels, Anti-Dühring).
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