Cuando oigo y veo a los Aznar, a las Aguirre, a los Oreja, a las Ritas, a los Arena, me vuelve a la memoria los tiempos en los que, de niños, cantábamos el Cara el Sol en un colegio de Ventas, barrio de Madrid, de los curas de los Hermanos la Salle. Y espero que sólo sea un recuerdo y no una premonición. Asocio también, apenas sin esfuerzo de la imaginación, los bolsos de Louis Vuitton de la Rita Barberá y los trajes impolutos y gratuitos de F. Camps con los regalos que nos hacían a fin de curso ciertas mujeres de una nobleza venida a menos a nosotros, los hijos de los pobres, aunque no pobres de solemnidad. No reniego de ellos, de los regalos y no puedo ocultar mi agradecimiento por semejante acto de caridad, porque a los ricos no les gusta pagar impuestos, pero a veces lo compensan con la caridad cristiana-vaticana: da lo que te sobra a los pobres, que a pesar de ser lo que te sobra, para los pobres es mucho. Esa la gran ventaja de ser pobre, que te den lo que te den siempre parece mucho e inmerecido. Habían ganado la guerra in-civil, salió triunfante su golpe de Estado, su genocidio posgolpista cuando el bando nacional del Invicto había tomado sus últimas posiciones y se sentían generosas estas damas de rezo y sacristía, mientras sus maridos, con sus altos cargos en el Movimiento y en el Estado, liquidaban durante años y años a republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas, masones o, simplemente, personas de la cultura, de la intelectualidad y de la ciencia. ¡Ojalá que los fantasmas de sus crímenes nunca les dejen descansar!
La doble moral había ganado. Casi siempre gana la doble moral, porque para eso prepararon e hicieron la guerra, para imponer su moral a los pobres, con la colaboración de la Iglesia católica-vaticana, porque en eso la Iglesia, al menos desde los Borgia, es una experta; lo es en criminalidad y en lo de la doble moral. Los pobres no podíamos divorciarnos, ni abortar; las relaciones entre personas del mismo sexo eran delito con el BOE en la mano, que para eso la iglesia católica-vaticana ha tenido siempre a mano el brazo secular de la ley, la inquisición y las hogueras, y en el 36 y posteriores, las cunetas, los pelotones, las fosas comunes, y hasta las plazas de toros. Pero ellos, mejor dicho, sus hijas, sus mujeres y sus queridas, tenían Londres o Suiza para el aborto, porque con arrepentirse o confesarse con el curilla de turno tenían licencia para pecar de nuevo: la doble moral, es decir, el cinismo y la hipocresía les salvaban del fuego eterno.
Mi padre estudió en el Colegio Virgen de la Paloma, en Madrid, colegio que para los franquistas de la posguerra, colocados ellos en las instituciones y en el funcionariado por fuer de su adicción al régimen, era un nido de rojos y masones. Lo era porque sus profesores procedían de la Escuela Normal de Maestros y del Instituto Libre de Enseñanza, instituciones que creo la II República para poner la enseñanza a la altura de los tiempos. Mi padre tuvo enormes dificultades para encontrar trabajo porque el pecado de estudiar en ese colegio era un baldón que los franquistas y falangistas -que muchos eran jefes de personal en la empresas- no podían soportar. Nunca le reconocieron el título de bachiller: tuvo que venir la democracia para ello. Al final mi padre encontró un trabajo por la mañana y otro que se buscó -hoy se diría autónomo- por la tarde. Trabajó décadas más de 14 horas diarias. Mi madre, cuando se casó con mi padre, tuvo que irse desde el centro de Madrid a un pueblo cercano a la capital que no tenía agua corriente y vivir en una casa llena de humedades. Ya se sabe que, al menos durante algún tiempo, la Obra Social alcanzaba a los adictos al régimen.
Leyendo el libro de Paul Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias, me viene una reflexión quizá nada original: las batallas se pierden o se ganan, pero las guerras las perdemos siempre los mismos, estemos del lado que estemos. La nuestra, además de una cruzada de los católicos, tanto de civil como de militar, fue una guerra de rapiña. Los vencedores, al menos un buen puñado de ellos -muchos de ellos meros desertores del arado-, se quedaron con lo que dejaron o les quitaron a los exiliados, a los fusilados, a los encarcelados. También tuvieron como ¿recompensa? que irse a trabajar a Alemania: los vencidos sólo tuvieron esta segunda opción. ¿Y quieren que les perdonemos? Nunca. No está en nuestras manos perdonar sus crímenes, sus 40.000 años de dictadura, que diría Forges, durante la cual siguieron asesinando, exiliando y encarcelando. ¡Qué pidan perdón a su dios! Que nuestros padres o abuelos les hayan perdonado, consentido o convivido con gentes de semejante ralea es cosa de nuestros padres o abuelos. Nosotros, sus hijos y sus nietos, pensamos de otra forma. Pensamos que son ellos los que tienen que pedir perdón por lo que hicieron. Quizá no lo hagan porque en el fondo saben que nosotros, los hijos y los nietos de los vencidos, no les vamos a perdonar nunca. Nunca. Aunque estuviera en nuestras manos. Convivimos con ellos por imperativo legal y porque somos infinitamente mejores. Sabemos donde están y sin embargo los consentimos y los coexistimos, pero ni perdonamos ni olvidamos. Sabemos que muchos estáis ahí, escondidos entre el voto del Partido Popular, entre su militancia, pero no os preocupéis, que no somos como vosotros. ¡Ay si pudieran volver atrás en la historia los Aznar, las Aguirre, los Oreja, las Ritas y los Arenas, de qué cosas serías capaces con tal de quitar el aborto, el divorcio, las bodas homosexuales, con tal de eliminar a rojos, ateos y nacionalistas! ¡Con tal de volver al rezo y la oración diaria y obligatoria en los colegios! ¡Con tal de volver al Cara el Sol, al yugo y las flechas y a las Montañas Nevadas! Pero saben que ya no lo conseguirán porque tuvieron 40 años para imponerlo durante los próximos 1000 años y no lo consiguieron, por más FAES (y de las JONS) que monten, por más golpes de Estado institucionales que den a la ONU (Aznar, guerra de Irak) o a la misma Constitución (el mismo por la misma causa); por más que de los suyos coloquen en los tribunales del poder judicial, en el Supremo o en el constitucional.
Hay al menos dos Españas, en efecto, pero no la España de derechas o de izquierdas, o la España de los nacionalismos, sea periférica o españolista. De esto algo hay, en efecto, pero hay sobre todo la España de los vencedores y de los vencidos, la España de la razón de la fuerza y la España de la fuerza de la razón. Vencieron -vencisteis- los de la primera: ahora toca la victoria incruenta de la segunda, la de la justicia universal y la de la reparación histórica, la de la III República Federal y definitiva. No vamos a apaciguar vuestras conciencias, conciencias a veces heredadas, a veces decididas a serlo, hasta que no traigamos la III República, a pesar de que sabemos que volverías a matar para impedirlo... si pudierais. Pero ya no podéis volver a las armas ni tampoco os dejaríamos. Hemos aprendido la lección. Sabemos que no nos daríais ni la justicia, ni la paz, ni el perdón, lo mismo que no se lo distéis a la República de D. Manuel Azaña. ¿Venganza? No, porque nos repugna ser como sois y fuisteis, nos repugna utilizar vuestras armas. Ahora, con las nuestras, con la razón, la justicia y la historia, tenemos para recuperar lo que nos quitasteis. Espero no ser ingenuo. Si queréis reparar lo que hicisteis, primero la III República y luego, ya veremos.
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