El asunto de los documentos secretos sobre la guerra de Afganistán en el periodo 2004-2009, publicados por Wikileaks, The Guardian, Der Spiegel y The New York Times, se puede valorar en función de tres aspectos: las propias revelaciones contenidas en estos documentos, la actitud de los socios de Estados Unidos en la guerra y, tal vez, su posible influencia en la estrategia estadounidense para la región.
Como "revelaciones", no hay duda de que constituyen un magnífico golpe periodístico, pero no aportan ningún elemento que trastoque por completo la idea que podíamos tener del conflicto afgano. En 1973, The Washington Post publicó los extractos de un voluminoso documento encargado por el ministro de Defensa y que permitió establecer el origen de la guerra de Vietnam y mostrar que, desde el principio, ese conflicto había partido de unas bases falsas.
Los documentos obtenidos por Wikileaks no contienen nada parecido: nos informan de que las víctimas civiles son probablemente más numerosas de lo que dan a entender los balances oficiales, que las autoridades afganas están corruptas y que los servicios secretos paquistaníes utilizan a los talibanes, más que combatirlos. Pero todo eso se sabía ya, y figuraba en informes oficiales.
Por otra parte, se puede establecer una relación entre estos elementos y el cambio de estrategia estadounidense decretado por Barack Obama y que ya está llevando a cabo el general Petraeus (verdadero autor de ese cambio), según el cual, a partir de ahora hay que trabajar para ganarse "las mentes y los corazones".
Ahora bien, debemos tener en cuenta las repercusiones políticas de estas revelaciones. Como ocurre a menudo, la publicación de estos papeles puede servir para orientar las opiniones y, en cualquier caso, suscita unas emociones que, a su vez, se convierten en elemento de la realidad política. Por eso se han reabierto los debates en Europa, en países en los que la opinión pública rechaza desde hace tiempo la idea misma de la guerra en Afganistán. Es lo que sucede en Alemania, donde a intervalos regulares se pone en tela de juicio la presencia de casi 5.000 soldados. Esta situación se complica aún más porque en los documentos queda a la vista el papel de las fuerzas especiales estadounidenses, que escapan a todo control y se alojan, en parte, en un campamento militar del ejército alemán.
Del mismo modo, el debate ha resurgido con fuerza en Reino Unido, país en el que la opinión pública está todavía conmocionada por el error (término utilizado por el viceprimer ministro, Nick Clegg) que supuso la participación en la guerra deIrak. Por ese motivo se ha hecho la promesa de abrir y ampliar una investigación parlamentaria sobre los entresijos de la guerra de Afganistán, pese a que el Gobierno se ha comprometido a retirar sus 9.000 soldados de aquí a 2015 y que podría incluso verse obligado a emprender esa retirada antes de lo previsto.
El primero en anunciar su salida ha sido el contingente holandés, cuyos 2.000 soldados han empezado ya a retirarse.
En Francia, la emoción es menor. Salvo por la toma de posición de un ex ministro de Defensa socialista, Paul Quilès, que ha exigido la retirada de las tropas francesas, no ha sucedido nada que sea comparable a lo que, hace dos años, siguió a la muerte de 10 soldados franceses en una emboscada.
Las miradas están mucho más dirigidas hacia Estados Unidos, donde la publicación de estos documentos se produce en un momento en el que se multiplican las dudas sobre la estrategia estadounidense para la región. Ha habido un debate muy enérgico en el Congreso, saldado con la aprobación, por gran mayoría, de que se renueven los fondos para la guerra. A cambio, muchos se preguntan si Estados Unidos no se encuentra ya en una situación imposible.
Es evidente que, en lo esencial, se trata de una estrategia heredada de George W. Bush. Recordemos que este último se inventó la amenaza de las armas de destrucción masiva en Irak para justificar el comienzo de la guerra en dicho país, pese a que ya se sabía que una buena parte de las bases de apoyo de Al Qaeda estaba no solo en Afganistán, sino también en Pakistán, que sigue siendo el epicentro y el principal punto débil de Estados Unidos.
Los norteamericanos esperan de los paquistaníes que intensifiquen su lucha contra los talibanes. Pero está claro que Pakistán piensa mucho más en qué pasará después de la guerra e intenta adelantarse y controlar una parte del país que, es de imaginar, en el futuro estará repartido entre la influencia de Pakistán, por un lado, e Irán, por otro.
No es extraño, pues, que los servicios secretos paquistaníes sigan apoyando por completo o en parte a los talibanes, al tiempo que conceden, aquí y allí, algunas detenciones o eliminaciones cuya veracidad ni siquiera podemos comprobar.
Con su metedura de pata al conminar a Pakistán a que escoja un bando -sin distinguir, como habría debido, entre el Gobierno civil y el aparato militar-, el primer ministro británico, David Cameron, ha provocado una crisis diplomática con Islamabad desde India, donde se encontraba en viaje oficial.
El Ejército paquistaní no tiene más que una obsesión: impedir cualquier influencia india y, más en general, cualquier avance de India en la región. La hipótesis paquistaní por un lado, el bloqueo iraní por otro, la reaparición de cierta inestabilidad en Irak tras la negativa de los chiíes -respaldados por Irán- a obedecer el veredicto de las elecciones...
Todo se desarrolla como si las guerras de Bush estuvieran llevando a Barack Obama a un callejón sin salida.
Pero la verdad es que no existe, ni en Estados Unidos ni en Europa, una reflexión alternativa que genere una estrategia mejor sobre el terreno. Ese es, sin duda, el motivo de que, más por resignación que por convicción, la guerra de Afganistán vaya a continuar como hasta ahora.
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