Se puede llorar sobre la leche derramada o se puede, por el contrario, hacer lo que se debe, que es afrontar la más grave crisis que ha atravesado el sistema institucional de 1978. Más allá de la cifra de participantes y del predominio de los gritos y las pancartas independentistas, la manifestación que recorrió el 10 de julio el centro de Barcelona exige depurar las categorías para analizarla, sin mezclar el plano político con otros que no permitirán salir del círculo vicioso en el que llevamos demasiado tiempo encenagados.
En un sistema democrático, la legitimidad política no procede de las calles, sino del voto mayoritario de los ciudadanos. De ahí que todas las interpretaciones de la manifestación sean tan solo eso, interpretaciones. Tan atinadas o tan extravagantes como se quiera, pero inutilizables para buscar una solución política mientras no se traduzcan en programas avalados por las urnas.
A fuerza de construir la nación, una u otra, hace demasiado tiempo que estamos destruyendo el Estado. A tal punto que la aventura de reformar el Estatut no ha concluido con un texto recortado, sino con algo tal vez mucho más grave: la ausencia de una norma clara con la que gobernar Cataluña de acuerdo a derecho. Porque un Estatut que, a modo de unas instrucciones de uso, exige consultar centenares de páginas de prolija exégesis jurídica para ser aplicado no es en sentido estricto un Estatut; es un engendro jurídico que dejará en precario cualquier iniciativa de la Generalitat y del Parlament, gobierne quien gobierne.
Más que el desapego, más que el recrudecimiento del sentimiento identitario, más que la letanía de términos metafóricos que ha anegado como una peste el discurso político desde que el Partido Popular tuvo la funesta idea de enarbolar la España una, y el Partido Socialista la de oponer la España plural, ese es el descomunal problema al que han conducido las fantasías de unos y las irresponsabilidades de otros.
Cataluña tendrá graves dificultades para gobernarse porque la norma del bloque de constitucionalidad que debería servir para hacerlo no es propiamente una norma, sino un inverosímil conglomerado de literalidad e interpretación mutuamente contradictorias y que, para colmo de males, no cuenta en su ámbito de aplicación con el apoyo de ninguna fuerza política, a excepción del Partido Popular.
Instalados en el terreno de construir la nación sin pararse a pensar que se estaba destruyendo el Estado, nada tiene de extraño que se llegara al absurdo de contraponer el júbilo por la victoria de la selección española de fútbol a la manifestación de Barcelona. Parecería que aquí todo es cuestión de ver quién congrega más banderas y quién saca más ciudadanos a las calles, como si el ondear de la tela y la musicalidad de las consignas pudiese remediar el destrozo institucional perpetrado. En verdad, hay que estar muy ciegos, hay que encontrarse en trance de perder definitivamente el juicio, como parece que lo estemos perdiendo, para elevar estos desbordamientos de las pasiones a la categoría de políticos sin presentir que lo que hoy es inocente y festivo prefigura lo que, llegado el caso, podría provocar un giro escalofriante.
Si aún queda un resto de cordura en los responsables políticos, además de en algunos creadores de opinión extasiados ante el espectáculo de sus colores favoritos, lo mejor que podrían hacer es no confundir el júbilo por un triunfo deportivo con una afirmación nacionalista. Porque, al final, podría estar creándose el caldo de cultivo para que se produzcan afirmaciones nacionalistas sin necesidad de triunfos deportivos. Si alguna hora ha sonado, es la de que los responsables políticos se pongan a la tarea que solo a ellos les incumbe -a ellos y no a los ciudadanos en las calles, con o sin banderas desplegadas-, que es recuperar para Cataluña lo que Cataluña ha perdido: una norma clara con la que gobernarse de acuerdo a derecho, y reconocida como tal por las fuerzas políticas que aspiran a gobernar ateniéndose a ella.
Antes de las elecciones autonómicas en Cataluña será imposible, por más interpretaciones atinadas o extravagantes sobre la manifestación del 10 de julio que se hagan. Y después, lo único que habrá sucedido es que los problemas estarán planteados en sus términos políticos, no resueltos. A comenzar por el hecho de que, de confirmarse los pronósticos, la abstención podría resultar mayoritaria.
Si las elecciones demostrasen un desplazamiento general de la política catalana hacia el soberanismo, seamos conscientes de que el proyecto constitucional de 1978 se enfrentará a la más grave crisis que ha atravesado y de que, a partir de ese momento, la posibilidad de reformarlo sin graves fracturas dependerá exclusivamente de la responsabilidad de todos los partidos. Si, por el contrario, ese desplazamiento no se produce, aunque cambie la mayoría en la Generalitat, cabe una mínima posibilidad de que, a través del acuerdo entre las fuerzas políticas, se pueda dotar a Cataluña de aquello que de verdad ha perdido: una regla de juego clara para gobernarse.
En cualquiera de ambas hipótesis, sin embargo, la solución sería más fácil dejando tranquila a la nación, una u otra, y pensando sobre todo en cómo reconstruir el Estado.
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