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sábado, 24 de julio de 2010

La década prodigiosa (de Zapatero) (Juan Carlos Escudier)

Hay que reconocer que en 2000 Zapatero no era gran cosa y tenía poco fondo de armario. Al día siguiente de ganar el Congreso del PSOE que Bono perdió, su nueva Ejecutiva le acompañó en un paseo por la sede del partido. Al pisar el que sería su despacho no pudo reprimir la confesión de que nunca antes había estado allí, lo que en una persona que llevaba tres años en la dirección socialista significaba que había sido un cero a la izquierda para el anterior secretario general. Ya instalado, no tardaría en recibir la llamada de presidente Aznar para que acudiera a la Moncloa a conocerle. Tenía el tiempo justo para ir al Corte Inglés y comprarse un traje. Fue una de sus primeras decisiones como líder del PSOE.

Pocos conocían entonces las interioridades de quien por pura casualidad se había colocado al frente de los socialistas y que por razones poco explicadas había encabezado una alternativa, Nueva Vía, que se había fraguado en reuniones en casa de Trinidad Jiménez, a las que empezó a acudir invitado por Jordi Sevilla. De hecho, existió la posibilidad de que la cabeza visible de aquel movimiento fuera Jesús Caldera, mucho más conocido que él, pero bastó un reportaje en El País en el que se le citaba como impulsor de una candidatura al 35 Congreso del PSOE para que asumiera el papel con naturalidad. Candidato casual, secretario general casual y presidente del Gobierno casual, tal fue su trayectoria hasta aquel 14 de marzo de 2004 que aún olía a la dinamita del 11-M.

Tuvo que pasar algo de tiempo para que quienes le rodeaban alcanzaran a comprender a Zapatero en toda su complejidad. Se pensaba erróneamente que si escuchaba con atención y asentía con la cabeza significaba que estaba de acuerdo, como le ocurrió a Rodríguez Ibarra cuando le pidió entrar en su Ejecutiva y se quedó compuesto y sin vicepresidencia del partido. Se equivocaban también quienes le consideraron un líder de cartón piedra, con el fuelle de un frágil cervatillo de ojos azules. Bambi, sí, pero de acero, en acertada definición de Guerra.

Las impresiones de sus colaboradores de entonces, algunos de ellos arrojados al armario de sus cadáveres políticos, no coincidían exactamente en una descripción uniforme. Se decía que era protector, capaz de grandes gestos y reconocimientos, frío como el témpano, insensible a las presiones, personalista en exceso y con una fatal atracción por el riesgo y el aventurerismo. Veían en él algunas de las características que se pregonaban de Adolfo Suárez, alguien con olfato y autodidacta, en la medida en que atendía más a fuentes informales de su propio entorno de amigos y familiares que a las oficiales del partido. Y destacaban, sobre todo, que era un tipo con muchísima suerte. Lo que ahora suena a hueco en su discurso, constituyó algún tiempo un mensaje fresco, muy distinto del que utilizaba el Aznar de la mayoría absoluta.

Suave en las formas, el rey del talante nunca fue Teresa de Calcuta. El partido, que recibió con escepticismo y hasta con burlas sus maneras blandas de oposición, evitó discutir sus decisiones para no ahondar en su crisis, y al final quedó sometido completamente a su voluntad. En esta década, Zapatero ha completado un relevo generacional que ha reducido la vieja guardia a una curiosidad histórica, mientras encumbraba a una nueva hornada de dirigentes que le deben todo lo que son y que jamás rechistarán sus decisiones.

La metamorfosis afectó también a la ideología, que fue poco menos que adquirida en un tenderete de libros de segundo mano. Fue allí donde Zapatero y su ideólogo de entonces descubrieron el republicanismo del irlandés Philip Pettit, al que adoptaron como guía espiritual. “Nosotros descubrimos leyéndote que nuestra prosa es el republicanismo ciudadano”, le dijo Zapatero a Pettit cuando, ya en Moncloa, pudo invitarle a un encuentro privado. ¿Que qué es el republicanismo? Pues una especie de justo medio virtuoso entre el socialismo y el liberalismo, que da primacía a la libertad sobre la igualdad, y que recurre al Estado para que corrija las situaciones de dominación.

Parte de la base de que hay colectivos que no son libres porque padecen discriminaciones raciales, sexuales, sociales o económicas y es al Estado al que corresponde acabar con su vulnerabilidad. Esta es la filosofía que inspiraron leyes como la de violencia de género, el matrimonio homosexual, la de Dependencia, la de Igualdad o la de Memoria Histórica. Hasta ahí llega el radicalismo, envuelto con una política económica extraída de la ortodoxia más liberal.

En contra de lo que se ha venido afirmando, Zapatero no llegó al Gobierno improvisando, como luego ha venido haciendo, sino que tenía un plan perfectamente diseñado. Al mes de estar en el poder, convocó una reunión en Moncloa en la que, remedando la famosa pizarra de Suresnes, trazó en un cuaderno los objetivos de la legislatura. Uno de los asistentes transcribía así sus palabras: “Hay que impulsar la reforma de los Estatutos en los dos primeros años de legislatura. Esos dos años son claves para nosotros, porque todo lo que no explotemos en esos dos años no lo podremos rentabilizar. Por eso la ley de Dependencia hay que sacarla cuanto antes, y lo mismo digo de los matrimonios homosexuales, la reforma del divorcio, las mejoras de pensiones, el salario mínimo… todo eso hay que agilizarlo al máximo”.

En su etapa de reformador, la osadía de Zapatero le enfrentó a situaciones que terminaron por sobrepasarle. Quiso reinventar el estado autonómico para calmar las ansias soberanistas que se habían incubado en el período anterior, donde la demonización del nacionalismo auspiciada por el PP fraguó el plan Ibarretxe y el despegue de Esquerra en Cataluña. A la vista está su estrepitoso fracaso. Como fracasaría en su arriesgado proceso de negociación con ETA, del que aparentemente salió escaldado.

Menospreciado por Rajoy, que tardó tiempo en descubrir que tras la fachada de “bobo solemne” había un pequeño Maquiavelo, Zapatero ha jugado con el PP cuanto ha querido, empujando a los populares hacia la derecha más ultramontana, la que salía en manifestación con los obispos y era incapaz de soltar el lastre del franquismo. De no haber sido por la crisis económica que no quiso ver, el del PSOE se encaminaría hacia su tercera victoria electoral, porque si su Gobierno era manifiestamente mejorable, la oposición nunca hubiera pasado un simple test de actitud.

Es aquí, en la crisis, donde Zapatero ha quemado sus naves, porque ya no valen los fuegos artificiales ni las palabras bonitas pero vacías. Presenciamos el espectáculo de quien ha decidido inmolarse en sus propias contradicciones, mientras la alternativa juega al escondite, temerosa de enseñar la patita en el debate de la reformas por si se descubre como un lobo feroz.

Con diez años más y más canas, lo cual va con la edad por mucho que algunos lo atribuyan al desgaste del poder, Zapatero apelaba este jueves a su optimismo antropológico ante los dirigentes socialistas convocados para celebrar su década prodigiosa como secretario general: “Estamos mejor de lo que parece y lo vais a vivir”, proclamó. Le faltó decir que quizás él no lo viera al frente del partido y del Gobierno. Nadie podría asegurarlo con certeza porque la política es tan peligrosa que se puede morir más de una vez.

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